Hará ya algo más de 100 años que se instauró la jornada laboral de 8 horas, lo que permitió regular un factor clave en el ámbito de la salud en el trabajo: el tiempo de trabajo.
Desde el inicio de la industrialización, las trabajadoras y trabajadores han luchado por reducir las jornadas laborales abusivas que no bajaban de las 15 horas diarias. Durante la segunda mitad del siglo XIX, sindicatos apolíticos y anarquistas impulsaron la lucha por la jornada de 8 horas bajo el lema «8 horas de trabajo, 8 horas de descanso y 8 de ocio» que hoy disfrutas. La reivindicación de las 8 horas empezó en el siglo XIX, durante la Primera República, cuando se reguló por primera vez el trabajo infantil. En 1903 se creó el Instituto de Reformas Sociales que promovió la regulación del trabajo femenino, infantil y actividades peligrosas. En 1904 se logró el descanso dominical y el 3 de abril de 1919, gracias a la huelga de la Canadiense (la más importante de la historia de España), llegó finalmente el Decreto de las 8 horas.
Cada año mueren en el conjunto del planeta 2,78 millones de trabajadoras y trabajadores en accidentes laborales. Esto son más de 5 trabajadores/as cada minuto. También cada año, más de 370 millones de trabajadores/as resultan heridos/as a consecuencia de accidentes laborales no mortales. Cifras que proporcionan las estadísticas de la Organización Mundial del Trabajo.
Si consideramos muchos trabajos y muchas enfermedades y patologías derivadas del trabajo que todavía no se reconocen, esta escandalosa cifra es aún mayor que las estadísticas. Sea como fuere, el trabajo y el capitalismo matan. Un verdadero genocidio que sufrimos el conjunto de la clase trabajadora y, en especial, los trabajadores y trabajadoras más precarias.
El trabajo es un factor clave en la diferencia de mortalidad entre países y, sobre todo, entre clases sociales. Los ricos viven más, en gran parte por el simple hecho de que sus trabajos (en caso de que «trabajen») son mucho menos penosos, menos peligrosos y menos lesivos que los de las trabajadoras y trabajadores con salarios más bajos.
La declaración de sucesivos estados de alarma desde marzo de 2020 redujo tanto la movilidad como el trabajo presencial en bastantes empresas, ya sea por la adopción de teletrabajo o por cierre de la actividad. Sin embargo, en 2020, 79 trabajadoras y trabajadores murieron en accidentes laborales. Un 21,5% más que en 2019.
El incremento acumulado respecto a 2017 es de más del 46%. Además, este dato aumentaría de forma significativa si se computaran los trabajadores/as muertos o enfermos a causa de la Covid-19, una enfermedad que en muchas ocasiones hemos contraído en el trabajo o en los desplazamientos hacia nuestro trabajo en unos medios de transporte masificados. Aún tenemos muy presentes las imágenes de muchas empresas en muchos sectores que tardaron meses en proporcionar equipos de protección individual y en garantizar medidas de seguridad a sus trabajadores/as. Todo ello ante el silencio cómplice de las inspecciones de trabajo y, en general, de las administraciones.
Las muertes provocadas por el trabajo tienen responsables directas. Las empresas, de forma general, intentan reducir los gastos en prevención, formación y medidas de seguridad por avaricia. A menudo nos imponen ritmos de trabajo salvajes y jornadas maratonianas que provocan accidentes y una mala calidad de vida. De su mano, las administraciones cierran los ojos o, directamente, son cómplices promoviendo, por activa y por pasiva, que dan carta blanca a todo tipo de desviaciones en la materia.
Para conmemorar ese día entre la clase trabajadora, citamos el libro de un prestigioso profesor de la Universidad de Stanford experto en el mundo del trabajo llamado «Dying for a paycheck» (Morir por un salario) que ejemplifica el retroceso que se está produciendo en aspectos clave del trabajo: el tiempo de trabajo, es necesario alcanzar derechos, sino también mantenerlos. Relata el caso de un hombre de 42 años que murió de un ataque al corazón en su escritorio. Trabajaba 75 horas a la semana y demoraba cerca de dos horas para llegar a la oficina. Justo antes de morir, había trabajado 40 días seguidos sin cesar y su viuda declaró que estaba excesivamente estresado.
Éste es sólo uno de muchos ejemplos de lo que todavía hace actualmente el capitalismo en todo el mundo.
Contrarrestar sus abusos insalubres impulsados por la avaricia, sólo depende de nosotros, las trabajadoras y trabajadores.