Aunque solemos decir -cuando los ciudadanos de a pie nos ponemos a filosofar sobre nuestras anodinas vidas- que la muerte nos iguala a ricos y pobres, nada más lejos de la realidad. En esencia sí que la muerte, la conclusión de nuestra existencia, es una condena a la que todo el mundo ha de enfrentarse tarde o temprano. Pero salvo en lo inevitable de ese fin de viaje, en el resto de aspectos que se puedan vincular al cierre del ciclo vital hay grandes diferencias.
Nacer en el seno de una familia adinerada o pobre de solemnidad no solo marca las condiciones de vida que el nuevo ser va a disfrutar a lo largo de su terrenal periplo, sino que también determina en gran medida la duración de ese recorrido; a mejor estatus económico (lo que supone mejor alimentación, vivienda, asistencia sanitaria, etc.) mayor esperanza de vida.
Si entramos en la repercusión y el reconocimiento social que unas y otras muertes suscitan, ahí la desigualdad ya es abismal. Cierto que es en vida cuando merecemos ser acreedores a todos los servicios que la sociedad nos puede ofrecer, pero puestos a señalar esos contrastes que trascienden el momento del óbito, habremos de reconocer que a los nombramientos de hijo predilecto, medallas de honor, rotulación de calles con el nombre del finado, colocación de bustos en parques y enterramiento en panteones monumentales en el mejor lugar de los cementerios los pobres tenemos negado el acceso desde mucho antes de estirar la pata.
Y si ya nos referimos a las cientos de miles de personas que pierden su única posesión (la vida) en hambrunas crónicas, guerras fratricidas, catástrofes naturales (y no tan naturales) o migraciones forzosas y forzadas, veremos que aquí los muertos ya no tienen nombre ni originan esquela o noticia alguna.
Pero incluso en el mundo industrializado y desigualmente rico también hay colectivos cuya muerte no tiene apenas repercusión, salvo para su entorno más cercano. Podríamos poner varios ejemplos, pero aprovechando la publicación de la estadística anual nos vamos a centrar exclusivamente en las muertes por accidente laboral en nuestro país el pasado año.
Los datos oficiales son bastante claros y contundentes: 826 personas han fallecido en España por siniestros vinculados al trabajo durante el año 2022. La cifra no solo es alarmante en sí misma, sino que representa además un incremento del 11% respecto al año precedente. Obvio es añadir que el número total de accidentes, con su secuela de lesiones, mutilaciones o invalidez, es muy superior.
Frente a esa realidad, que se repite aumentada cada año, no es riguroso ni ético argumentar que son desgracias lamentables e imprevisibles. Por supuesto que lamentables lo son todas estas muertes en el trabajo o camino de él, pero en modo alguno son imprevisibles la mayoría de ellas.
Tiene que haber, y de hecho las hay, causas susceptibles de estudio y mejora cuya omisión hacen de nuestro país uno de los más castigados por la siniestralidad laboral del ámbito europeo. En primer lugar se debe aplicar con mayor efectividad la legislación en materia de prevención de riesgos, que desde hace bastantes años es avanzada y muy similar dentro de la UE, sancionando duramente a las empresas que la incumplen o que la cumplen formalmente para evitarse multas administrativas y recargos de las aseguradoras. Proteger la vida y la salud de los trabajadores es una prioridad absoluta, no un simple gasto de explotación como la electricidad o las reparaciones.
También la endeblez del llamado mercado de trabajo influye negativamente en la salud laboral y la prevención. Que la patronal disponga de la ventaja de un despido fácil y barato pone al trabajador en la disyuntiva de acabar en la calle si reclama sistemas de protección o se niega a trabajar arriesgando su seguridad. Otro tanto puede decirse de la proliferación de subcontratas, ETT y demás formulas de contratación precaria que intervienen en las obras o grandes empresas, hasta el extremo de hacer imposible la identificación del responsable de la falta de medidas de protección en las instalaciones.
Si a esto sumamos la carencia de recursos de las inspecciones de trabajo y la lentitud para resolver las denuncias, el cóctel para nuevos siniestros está servido.
Fuente: Antonio Pérez Collado